
El calzado es malo, y no sólo los tacones de mujer o las horrorosas botas de pseudo cowboy. Es todo el calzado que hemos venido usando hasta ahora. Cambian tu forma de andar, ignoran cómo hacerlo, desalinean y malinterpretan nuestros pies y cómo hemos aprendido a andar desde hace cuatro millones de años.
Hace un tiempo, un estudio de la Universidad de Witwatersrand, Johanesburgo, Sudáfrica, publicó un artículo en el que comparaba a 180 personas de tres diferentes tribus: Sotho, Zulú y Europeos, y a su vez con esqueletos de hace 2000 años. La conclusión fue que antes los pies gozaban de una mejor salud, y en tiempos actuales, los Zulú son los que tienen los pies más saludables, siendo los Europeos los que peor los tenemos.
Nos ha llevado cuatro millones de años pulir la biomecánica del pie, y sólo desde hace dos mil nos hemos puesto calzado, impidiendo o dificultando los movimientos naturales. Algunos de los que ya se dieron cuenta de ello hace unos años, como Clark, diseñaron un "nuevo" zapato compuesto por una finísima suela de sintética y una fina parte superior, generalmente piel: habían "inventado" el mocasín de hace 600 años. Por el mismo camino han ido Nike con sus modelos Free, las Vibram Five Fingers o los calcetines Injinji. Todo esto contradice los cimientos de la podología y el calzado de siglos: le hemos dado protección a nuestros pies sobre superficies duras; evitamos las torceduras bloqueando el movimiento del tobillo; y usamos plantillas para mitigar los pies planos o los arcos excesivamente altos.
Un sindrome frecuente es el de las molestias al principio del verano al usar chanclas, que, al ser más bajas que zapatos y zapatillas, tiende a alargar el tendón de Aquiles y nos molesta un tiempo: quienes están mal son las zapatillas, no las chanclas. Un estudio incluso relacionó el coste de las zapatillas con el índice de lesiones, y soprendentemente quien usaba zapatillas baratas se lesionaba menos porque éstas eran más duras. Otra: gente con problemas artríticas no mejoraban al utilizar calzado más amortiguado, y sí lo hacía andando descalzos... y el impacto sobre las rodillas era un 12% menor descalzo que con calzado amortiguado. Y el último estudio, de 1997, de la Universidad McGill de Montreal: cuanto más amortiguado era el calzado más fuerte impactábamos contra el suelo, y es que, aparentemente, lo hacemos para sentir el suelo, algo necesario para recibir la información que requieren las 200.000 terminaciones nerviosas que tenemos en los pies (más que en ningún otro lugar del cuerpo).
Quizá al final no sea tanto andar o no descalzo, sino comprender la biomecánica, variar el calzado, tender a no sobreproteger nuestros pies y evitar su atrofia con calzado pobremente diseñado.
© Sergio Fernández - http://ser13gio.blogspot.com
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